Desde pequeña, mi madre, Bia, me había hablado de su zorrita, a la que había criado desde que era un bebé y que había muerto de una forma cruel, que ella no podía aceptar. Pero, lo mejor era contar su historia.

Era 1923 y Bia tenía 8 años; era una niña delgada de piel oscura, curtida por la vida al aire libre bajo el fuerte sol del verano del Algarve. Tenía unos ojos marrones grandes y soñadores, pero muy poco con lo que soñar. Entonces era la única hija de Zé N'Aquereu e Isabelinha.

La familia vivía en una vieja casa del Algarve, en lo alto de una colina, a los pies del Cerro de São Miguel, en un lugar que llamaban Cova da Onça, pero desde donde se veía, entre dos colinas, una pequeña franja de mar azul que, al caer la tarde, se llenaba de las velas blancas de las barcas de los pescadores de Fuzeta cuando salían a faenar. Por la noche, como por arte de magia, el mar se transformaba en una gran avenida, iluminada por cientos de lámparas que brillaban en la oscuridad de las claras noches de verano: eran las luces de la pesca que usaban la lámpara que cubría el mar.

La casa de Bia era pobre, como muchas otras del barrio. Estaba construida con gruesos muros de piedra y arcilla y tenía un tejado de cañas cubierto de tejas árabes. En el centro había una cocina con una gran chimenea oscurecida por el humo, donde su madre Isabel preparaba la comida para la familia en un horno de leña y ollas de barro negro. El suelo estaba cubierto de baldosas de barro rojo, desgastadas por el uso. Las habitaciones eran pequeñas y sin ventanas. Para iluminarlas durante el día, sólo hacían falta las puertas, cuyas cerraduras, si alguna vez tuvieron llave, hace tiempo que se perdieron.

Cuando caía la noche, la vida se regía por los ciclos solares, se encendía una lámpara de aceite y toda la familia se sentaba alrededor de la mesa de la cocina para comer maíz o estofado, a base de cereales o alubias, que se había cocinado durante la tarde.

En aquella época no había subsidios estatales para los pobres; la vida era una lucha constante por la supervivencia, trabajando y trabajando, de sol a sol. La máxima de que si no trabajas, no comes era la ley.

Algunos, que no estaban satisfechos con esta vida, consiguieron emigrar a Argentina o Brasil. No fue el caso de Zé, apegado a su tierra y a su familia.

Zé N'aquereu se casó joven, era un hombre alto para la época y tenía una fuerza envidiable. Desde niño cavaba la tierra seca, siendo sus brazos, la azada y el pico, las armas que lo alimentaban a él y a su familia.

Cuando fue llamado al servicio militar, era 1916, y Bia ya había nacido. Eran los turbulentos años que siguieron a la instauración de la República y al transcurso de la Primera Guerra Mundial. Sin él en casa, las dificultades de la familia fueron enormes, así: en el primer permiso que tomó, pocos días antes de volver al cuartel y posiblemente ser movilizado para la guerra, durante unas noches, con la orden de marcha en la mano, vivió en el dilema de si volver o quedarse, hasta que, en vísperas de su regreso, quemó la orden y se convirtió en desertor. Consiguió escapar de la Guardia Nacional Republicana durante 25 años.

Tal vez para evitar que lo encontraran, se hizo pastor de un rebaño de cabras. Durante el día, deambulaba por las estribaciones del Cerro de S. Miguel, lo que le permitía observar de primera mano la aproximación de extraños, que sólo podían llegar por caminos pedregosos, a pie o a caballo. Además de pastor, era agricultor, y sembraba guisantes, habas y cereales en la tierra rocosa de su pequeño lugar con las primeras lluvias, lo que ayudaría a alimentar a su familia.

Isabelinha, después de tener un rebaño de cabras, empezó a vender la leche de sus animales y de otro pastor, João Albino, en la pequeña y pobre aldea de pescadores de Fuzeta. Todos los días, mucho antes de que saliera el sol, si el tiempo lo permitía o no, se dirigía allí en su pequeño burro gris, recorriendo unos 7 kilómetros por caminos accidentados, llevando dos cántaros de leche en una gorpelha que distribuía de puerta en puerta a sus clientes.

A su regreso, traía provisiones para que la familia comiera, normalmente pescado, que en aquella época abundaba, pan y algunos comestibles que necesitaban.

En este ambiente de pobreza, pero sin pasar hambre, se crió Bia. Cuando tenía unos 7 años, fue a la escuela de la tía Anica, que se llamaba escuela de pago. La maestra era una señora del pueblo que estaba más alfabetizada, es decir, sabía leer y escribir, y, utilizando la cartilla materna de João de Deus, enseñaba a sus hijos las primeras letras a cambio de unos céntimos. Bia era inteligente y le gustaba la escuela, por lo que, en pocos meses, consiguió aprender a leer y escribir allí. Leía todo lo que encontraba, especialmente trozos de periódico que su madre traía envueltos en algún artículo de alimentación.

Sus días de escuela eran cortos; tenía que ir a ayudar a cuidar el rebaño de su padre, ya que, además de trabajar sus propias tierras, también trabajaba las de otros. Así, se la podía ver saltando de roca en roca, con un trozo de periódico bajo el brazo, llamando a la catita y a la malhada, que insistían en roer las higueras del tío Manuel Anica o del tío Paulino.

El padre Zé N'aquereu era un hombre de muchos oficios: por la noche, era cazador furtivo, cazaba conejos con trampas y también utilizaba un hurón siempre que podía. Eran actividades prohibidas, pero cuando surgía la necesidad de conseguir más carne, para un desertor, arriesgarse de nuevo significaba poco.

En aquella época, en los años veinte, estaba de moda que las señoras llevaran estolas de piel de zorro. Zé N'Aquereu, que conocía el terreno circundante, se convirtió en un experto cazador de estos pequeños carnívoros, cogía sus pieles, las secaba y las vendía a intermediarios.

En una ocasión, capturó a una zorra madre que aún amamantaba a una cría; trajo al animalito y se lo dio a su hija, que quedó encantada con semejante regalo. Lo crió con mucho cuidado, alimentándolo con leche de las cabras que cuidaba. El animal se convirtió en un compañero inseparable de Beatriz y su rebaño; jugaban y compartían su vida cotidiana al aire libre, creciendo cada uno a su ritmo.

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Un día, la madre Isabel llegó de su tienda de Fuzeta y, como de costumbre, todos la estaban esperando para comer, incluido el zorrito que andaba dando saltitos por allí. Ató el burro bajo el algarrobo y comenzó a descargar: sardinas para asar, pan y patatas y, además, traía algo especial, un precioso gallo de cresta roja con las patas aún atadas, con el que soñaba desde hacía mucho tiempo y que le permitiría aumentar su cabaña ganadera, que en aquel momento consistía sólo en gallinas.

Incluso antes de la presentación y apenas colocado en el suelo, el gallo ya estaba en la boca del pequeño zorro, que ya era un zorro grande, dueño de sus instintos naturales de depredador de gallineros. Hubo confusión, el zorro grande corrió hacia delante con su presa entre los dientes, agarrada por el cuello. Madre Isabel corrió justo detrás, seguida de Bia, que lloraba, anticipando el desenlace.

Al final, el gran zorro fue atrapado, pero demasiado tarde; el gallo de cresta roja había dejado de patalear, el sueño de Isabel de ver crecer los gallineros se pospuso. Bia, al ver a su compañero gimotear, colgado del cuello de la mano de su madre, estaba inconsolable e intentó interceder por él.

Nada conmovió a Isabel, que se había convertido en acusadora, juez y verdugo. La sentencia fue rápidamente decretada y de nada sirvieron las apelaciones de su hija. La sentencia fue la muerte en la horca, que se ejecutó inmediatamente en el algarrobo donde el burro seguía atado. La pobre zorra se debatió unos instantes en el extremo de la cuerda, para desesperación de su dueña, que nunca olvidó la escena y, con tristeza, siempre la relataba.


Notas del autor

Gorpelha - Nombre portugués dado a una herramienta hecha de palmas que, en el Algarve, colocada en la silla de un burro o mulo, abierta por la mitad, se utilizaba para transportar vainas de algarrobo u otros objetos.

Catita y malhada - nombres portugueses dados por los pastores de cabras a algunos animales del rebaño.

por José G. Gago